«Un poco después se acercaron los que estaban allí y dijeron a Pedro: “Seguro que tú también eres uno de ellos, porque aun tu manera de hablar te descubre.” Entonces él comenzó a maldecir y a jurar: “¡Yo no conozco al hombre!” Y al instante un gallo cantó.»
Que hermoso, cuando conocemos a Jesús todo nuestro ser va siendo transformado, de gloria en gloria y de victoria en victoria, no hay únicamente un cambio interno, pero un cambio que afecta lo externo, incluso nuestra manera de hablar cambia.
Cuando Jesús nos da identidad, cuidamos lo que decimos y como lo decimos, y a medida que vamos caminando de su mano, vamos cambiando aún más nuestro vocabulario, al descubrir que somos hijos de Dios, ya no decimos «soy profesional», «soy trabajador» o «soy estudiante, eso ya no nos define, «somos hijos de Dios» es nuestra declaración actual.
Avanzamos un poco más y descubrimos que somos el templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en nosotros, ya no hablamos del lugar donde nos congregamos como «la casa de Dios» o «la iglesia» porque sabemos que no lo es, nosotros, los que nos reunimos ahí, somos la casa de Dios, somos la iglesia.
Y así con muchas cosas más, aprendemos a declarar bendición y no maldición. Pero aún con todo nuestro andar, hay momentos como le pasó a Pedro en que decimos lo que no debemos, en que negamos a Jesús con nuestras acciones y llegamos a llorar amargamente.
Pero es ahí donde su maravillosa gracia nos alcanza, donde su sacrificio se hace cada vez más grande y trascendental para nosotros, porque cuanto lo necesitamos a Él a cada momento, no solo para entrar al Reino, pero para movernos en el Reino, lo necesitamos cada día más y más.
-Inspirado en el TcD del 21 de Marzo de 2016, Mateo 26:69-75.